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tancarloscomoyo

el pintor ciego

 

Nelson Rafecas es un artista uruguayo al que llaman el pintor ciego. En verdad había sido pintor, pero después del accidente automovilístico que ocasionó su ceguera, había dejado de pintar. Desde entonces se dedicó a dibujar —con muchísimo éxito— pero la gente y los medios lo seguían llamando el pintor ciego. Él se reía de eso, como de casi todo. Ella lo conoció por una nota que le encargó una revista y desde entonces se hicieron amigos. La primera vez que viajó a verlo a su casa, un departamento pequeño en la calle Maciel, en plena ciudad vieja, la sedujo con su conversación y su forma de ver la vida. No de ver, en realidad, sino de entenderla, de relacionarse con ella. Rafecas le contó lo que sentía dibujando. Consideraba que la pérdida de uno de los sentidos podía constituirse en una ventaja, en su caso había sido así. Amaba el olor del papel, la rugosa textura de su superficie; decía que podía oir el sonido del grafito deslizándose y sentir la imperceptible resistencia que oponía la granulosidad a la mina finísima que usaba para dibujar. Podía sentir, en el lápiz que hacía contacto con el papel, la diferencia entre una parte dibujada y otra en la que el papel estaba en blanco, y así nunca dibujaba sobre lo ya dibujado. Las imágenes que producía eran inclasificables, paisajes de otro mundo, filigranas barrocas que tanto podían ser un bosque de flora demencial o una foto de tejido animal tomada con microscopio electrónico. Y balanceando esa proliferación de líneas y sombras, zonas en blanco iluminadas únicamente por algún detalle, un pequeño dibujo que, como un pequeño ser, era el único testigo y habitante de ese microcosmos. Un prodigio de belleza y de misterio. Cuando la periodista le comentó sus impresiones después de ver varios dibujos, todos hechos a lápiz en grandes hojas de formato rectangular, Rafecas estalló en una carcajada carrasposa. Después le dijo: —No te lo tomes tan a pecho. La gente decía que estaba loco cuando dije que, ya que me había quedado ciego, me iba a dedicar al dibujo, pero viste que la gente dice cualquier cosa. Yo descubrí una nueva dimensión en mi arte, algo que ni siquiera había intuido de mí. Me di cuenta de que antes solamente había arañado la piel del monstruo, pero ahora estoy metido adentro de la cosa hasta los huevos. Qué me importa que no lo entiendan, fijate que me llaman el pintor ciego, y resulta que los ciegos son ellos.

Bajó con él a tomar una cerveza en un bar y volvió a Buenos Aires a escribir su nota.

Ültimamente Rafecas, además de sus trabajos en papel, está dibujando en la calle. Se hace llevar por algún amigo a cualquier lugar de la ciudad en el que haya una pared blanca lo suficientemente grande y visible para dibujar. Primero mide la pared abriendo los brazos, como queriendo abarcarla. Después pasa sus manos por la superficie, acariciándola, para conocer la textura, las irregularidades y detalles, y por fin empieza a dibujar siguiendo una dirección. Lo hace desde el ángulo superior izquierdo y a medida que dibuja va avanzando en diagonal hacia abajo y hacia la derecha. Dibuja con lápices de carbón y después de concluido, si alguien pinta un graffitti encima o le dan una mano de pintura a la pared, lo tiene sin cuidado. Dice que son regalos para  la ciudad y ella puede hacer lo que quiera con sus dibujos. Una vez había terminado uno de ellos y cuando se iba, un vecino, mirando el cielo nublado, amenazante, le dijo: —Maestro, la lluvia se lo puede borrar.

Él le contestó sin dejar de caminar: —¿Y a mí qué carajo me importa? Ya lo hice.

Y se fue a un bar para tomar su cerveza.

 

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