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tancarloscomoyo

fluir

 

Quería ser río. Cambiar el estado de su materia. Desintegrarse y fundirse en el agua y fluir con la corriente, recibir la calidez del sol, el alimento de la lluvia, deslizarse besando todas las orillas. Su singular sistema de pensamiento lo había llevado a concluir que, si permanecía el suficiente tiempo sumergido, lo podría conseguir.

Caminó hasta el lecho y se tendió, un poco de costado, entre las piedras. Trató de que su cuerpo dibujara una forma sinuosa para favorecer la asimilación. Cuidó que su boca permaneciera fuera del agua, no era la muerte lo que buscaba sino una transmutación. Había observado que ciertos cuerpos dejados en el agua se deshacían y perdían la unidad, se dejaban llevar por ella. También sabía que cuando estaba mucho tiempo en el agua los tejidos se ablandaban, la piel se ondulaba siguiendo parámetros de ondas; esa analogía formal le indicaba algo. De modo que ahí estaba, acostado en las piedras, semicubierto por el río que lo recorría extrañado de ese nuevo obstáculo.

Dejó de pensar y se dedicó a sentir el aire diáfano, a oír el rumor del agua y los pájaros, a contemplar el azul y el verde que lo rodeaban. Pasaron varias horas, llegó la noche y empezó a tener frío, pero se sentía ya menos sólido, entendía que la temperatura era también parte de su transformación y decidió ignorarla.

La noche transcurrió apacible y demorada, nunca entendió tan de primera mano la belleza del cielo nocturno. Durmió de a ratos, sentía la mordedura minúscula en los dedos de los pies y las manos de pececitos diminutos, de vez en cuando lo rozaba una trucha distraida. Se movió un poco y notó que no estaba entumecido, pero sí un poco helado.

Llegaron las primeras luces del alba, el cielo se puso rosado y lila y los colores le entibiaron el pecho. Entonces sintió un temblor en la tierra, una vibración poderosa; también oyó un rumor grave que era como el profundo rugido de un dios malhumorado y aumentaba segundo a segundo.

De pronto llegó la creciente y se lo llevó.

 

 

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