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tancarloscomoyo

una historia menor

una historia menor

 

La China, óleo sobre hardboard 40 x 60, Carlos Ardohain

 

Hay acontecimientos en la vida que van sucediendo impulsados por el peso de los anteriores, una cosa lleva a la otra y se va armando una espiral de hechos y consecuencias. Después está la participación del azar en ese devenir. Y las infinitas combinaciones entre lo real y lo imaginario. Esto nos puede llevar hasta circunstancias únicas y peculiares de la vida, nos puede llevar por ejemplo a la puerta que tiene el número 715 en la calle Defensa. Detrás de la puerta hay una escalera que lleva a un primer piso de amplias habitaciones de techos altos. Todos los ambientes tienen cielorrasos en bovedilla y paredes de ladrillo a la vista, las habitaciones del frente balconean a la calle que se pierde hacia el sur en dirección al parque Lezama. Quien se asome a esos balcones se puede sentir en el centro de un sueño. Hay algo en las callejuelas del barrio, en los umbrales de viejas casonas que parecen promesas de viajes en el tiempo. La anciana que vive en esa casa de alto ni siquiera sabe cuánto hace que vive ahí. Dice que en una de esas habitaciones nació Tita Merello, pero no es así, Tita nació en un conventillo que está al lado, donde unos chicos atraen a los paseantes para mostrarles, por unas monedas, la pieza donde vivió la Merello de niña.

Hace mucho que la puerta de calle permanece abierta y todo el que pasa y siente curiosidad sube y se interna en la casa sin problemas. Siempre hay extraños que se presentan y ella está feliz de conocer gente a la que le cuenta su historia, aunque cada vez que la relata la modifica un poco. Dice llamarse Valentina, dice ser hija de italianos, dice tener más de noventa pero no recuerda cuántos. Ha sido sin dudas una mujer bella, lo delatan sus ojos claros, ahora un poco acuosos, y sus finas y frágiles facciones. Todo el que entra y la conoce vuelve, a tomar mate y a escuchar su relato, siempre igual y siempre distinto. Variaciones de una historia inagotable y camaleónica. Así la conocí yo también. Entré un día en la casa, sorprendido por la puerta abierta que me invitaba a subir, y la encontré en una de las habitaciones del primer piso mirando por la ventana. Sin mirarme, de espaldas a mí, me dijo: Buenas tardes, joven. Lo dijo con dulzura, lo dijo a pesar de que yo ya no era joven.  

Yo no la había visto y me sorprendió escuchar su voz como un susurro. Su figura menuda, recortada por la luz que entraba por la ventana, con su cabellera blanca brillando al sol, parecía una visión. Me sentí invasor y, al mismo tiempo, ligeramente halagado. Me ganó una suerte de torpeza emocional y solamente atiné a balbucear: Buenas tardes, señora.

Se dio vuelta sonriendo y me preguntó si me gustaba la casa; le dije que era una casa muy bella. Hay fantasmas, me dijo mientras seguía sonriendo. Y casi enseguida me invitó a tomar mate. Acepté y recorrimos un largo pasillo hacia el fondo hasta llegar a una cocina espaciosa y muy ordenada. En una de las paredes había un retrato al óleo de una señora con anteojos, me llamó la atención y le pregunté por él.

Es Quela, me dijo, una amiga de la infancia que murió hace tiempo. El cuadro lo pintó un sobrino suyo, el artista de la familia. Lo dijo como si en toda familia hubiera, o debiera haber, un artista.

Entonces me contó la historia de Quela. Era hija de un matrimonio muy humilde, fueron amigas desde niñas y compañeras de colegio. Cuando se hizo adolescente se puso muy bonita y llamó la atención de un compradito de la zona. En esa época había todavía personajes así, cuchilleros, malevos de barrio. Quela se enamoró de la prestancia varonil y también de su halo de coraje y su renombre. Quiso hacerla trabajar para él y ella en cierta forma lo hizo, pero no de la manera en que él pretendía. No estaba dispuesta a caer en eso, de modo que lavaba y planchaba ropa para mantener a su rufián, contra los consejos de sus amigas, y en especial de Valentina. Un día quedó embarazada y el compadrito amenazó al futuro bebé, no quería ni oír hablar de él. Quela tuvo a su hija, una niña, y para no enojar a su hombre y poner en riesgo a la beba, la dio a una familia que vivía en el campo. Con el tiempo a él lo mataron en un entrevero en un boliche y Quela nunca volvió a enamorarse, quedó colgada en la tristeza de ese amor fallido. Muchos años después se casó con un hombre ya mayor. Nunca volvió a tener con ella a su hija y el vínculo siempre fue frío y distante. Cuando ya estaba grande enfermó de cáncer y fue en esa época en que su sobrino pintó el retrato. No era un gran cuadro, pero tenía algo. Quela mira al espectador con una linda sonrisa bajo la luz del sol que atraviesa una parra y cae sobre su ropa y las paredes como manchas amarillas. Valentina me decía que pensaba que le estaba sonriendo a ella y de algún modo era como si todavía estuvieran juntas. Entonces me dijo algo extraño: No sabría decirle por qué, joven, pero para mí los recuerdos tienen el olor del jabón.

No entendí la frase, aunque me gustó mucho y no se me ha borrado de la memoria. Yo me sentía muy bien en esa cocina de San Telmo, tomando mate con la anciana y escuchándola.

Le pregunté por qué tenía siempre las puertas abiertas y me dijo que le gustaba que la gente paseara por su casa como si fuera una prolongación de la vereda, no tenía nada que esconder y todo aquel que entraba le dejaba algo: un nombre, una sonrisa, una promesa de volver a verla, un momento compartido, la descripción de otra ciudad u otro país. Le parecía más natural que fuera así a estar encerrada bajo llave. No tuve más remedio que estar de acuerdo con ella.

También yo le conté algo de mí esa tarde, todavía un poco intimidado por lo bien que me sentía en su compañía. Al rato me despedí con la promesa de volver a visitarla.

Esa noche estuve pensando en las cosas que me dijo y en su peculiar manera de ser y relacionarse en completa libertad. También en que tenía ganas de volver otro día a charlar con ella. Yo me había separado hacía muy poco después de cinco años en pareja y me sentía muy solo y bastante triste; el día que subí las escaleras de Defensa 715 estaba perdido, vagando sin rumbo, como llevado por el viento.

La segunda vez que la fui a visitar me contó otras cosas de su vida, había crecido en ese barrio donde conoció a Quela, había sido maestra, se había casado y había enviudado pronto, no había tenido hijos, su marido le había dejado esa casona y una pensión y ahora vivía de recuerdos. Presté más atención a la casa y noté que había muy pocos muebles. El espacio beneficiaba al silencio, que tenía su propia presencia en la casa. Había, eso sí, una buena biblioteca. Hablamos un rato de autores y libros y fue entonces cuando le confesé que me gustaba escribir, sonrió como si ya lo supiera.

La tercera vez no la encontré en la sala ni en el comedor y fui hasta la cocina. Estaba tomando mate con una chica de pelo corto que me presentó como Malika, me gustó su rostro que me miraba con una sonrisa divertida. Valentina le dijo que yo era su sobrino y que era pintor. Me sorprendí porque en una sola frase había dos mentiras. Malika hizo una broma como que todos los pintores son sobrinos de alguien o que todos tienen sobrinos pintores; era evidente que conocía la historia de Quela y había advertido la mentira en la frase. Me senté con ellas, pero siguieron en la conversación que estaban. Pensé que tal vez lo de Valentina no era una mentira sino otra cosa, parecía recolectar historias y personajes y mezclarlos; los trenzaba con su vida, con sus recuerdos, y construía nuevos relatos uniendo el presente de otras personas con su pasado. Así siempre enriquecía su discurso. Podía ser, ¿por qué no?

Entonces escuché que Malika me hablaba mientras me alcanzaba el mate y se reía: Che, te colgaste, como dicen ustedes, ja, ja, ja.

Me pareció encantadora y me reí con ella. Seguimos hablando los tres un rato y Valentina nos contaba del prostíbulo que había en su barrio cuando era chica: rumores que le llegaban a ella de lo que allí ocurría, manchas de sangre que descubrían en las paredes de las casas aledañas, huellas de probables duelos entre los clientes, ligas de colores tiradas en la calle de tierra como señales de placeres obscenos. Al rato Malika dijo que se iba y yo me ofrecí a acompañarla. La invité a tomar algo y le aclaré que no era pintor. Se rió y me dijo: ya sé, no tenés cara de pintor.

¿Y de qué tengo cara? le pregunté. De gato, dijo ella y se volvió a reir.  Estuvimos un largo rato juntos y nos gustamos, era hija de polacos aunque había nacido en Sao Paulo y hacía un año estaba en Argentina estudiando música. Quería aprender a tocar el bandoneón. Hablamos de Valentina, la había conocido hacía un mes, le había cautivado su personalidad y ella le contaba de su vida en Brasil a cambio de cuentos de compadritos.

Me preguntó: ¿es verdad que ahí nació Tita? Ahora me reí yo y le conté la otra versión, aunque quién sabe.

Quedamos en vernos de nuevo para ir juntos a visitar a Valentina. Fuimos a la semana siguiente. Cuando llegamos la puerta estaba cerrada, nos extrañó mucho, tocamos timbre pero nadie salió. La mujer encargada del restaurante de enfrente nos hizo una seña para decirnos algo. Valentina había muerto hacía dos noches, unos gringos entraron a su casa a eso de las once de la mañana, y al no encontrarla recorrieron la casa hasta que la vieron en su dormitorio. Parecía dormida porque tenía una expresión muy serena, pero estaba muerta. Avisaron a la policía y al rato se la llevaron y cerraron la casa.

Quedamos desolados y mudos. Nos fuimos despacio, nos metimos en un bar, nos sentamos uno junto al otro. Yo no dejaba de pensar en esa puerta cerrada, como la losa de una lápida. Entonces creí entender algo, y se lo comenté a Malika. Tal vez Valentina me había nombrado sobrino pintor para que yo hiciera su retrato, como Quela tenía el suyo, y que lo hiciera a mi modo, escribiendo.

Cómo me gustaría estar a la altura y no defraudarla. Cómo me gustaría encontrar en el aire las pompas de jabón de sus recuerdos y hacerlas volar para que no exploten nunca.

 

 

 

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