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tancarloscomoyo

yerto

 

Estoy tirado en el piso cara al cielo y no hay un centímetro de mi cuerpo que no me duela. El peor dolor es el de los ojos, no puedo cerrarlos porque me estallan los párpados y la luz blanca del cielo me lastima, me quema. Tengo adentro algo que se mueve desgarrando todo a su paso, es como una masa de materia que se desplaza separándose del resto, pienso en un alud de carne. No puedo ni quiero gritar, el esfuerzo me haría gastar la energía que necesito para aguantar este sufrimiento. A pesar de tener los ojos abiertos y sentir la herida que me produce la potente luz del día, no veo nada de lo que me rodea, sólo tengo visiones internas proyectadas en una pantalla virtual delante de mí, me veo corriendo por un parque, tengo ¿dos, tres años?, un perro salta a mi alrededor, es Pancho, mi perrito que está tanto o más feliz que yo por estar juntos. Ya casi lo agarro, tengo su cola al alcance de mi mano y cuando me inclino un poco más tropiezo y me caigo, mi cara se arrastra por la arena húmeda y me raspo las mejillas, el dolor me hace llorar. Viene mi madre corriendo, cuando la siento cerca lloro con más fuerza todavía y ella me abraza, me levanta y me lleva al mar, con sus manos me enjuaga la cara con suavidad, el agua está fría pero me hace bien. Cierro los ojos y los abro enseguida, veo un avión en el cielo dibujando letras con humo. Tengo mucho frío no me gusta el frio y no me gusta usar mucha ropa y no me gusta la ropa de lana. Alguien dijo que el cuerpo era como la ropa, un vestido o un traje, capaz que tengo frío porque estoy perdiendo el cuerpo; siento que algo se derrama, un líquido que sale de su lugar, que desborda. Siempre pensé que iba a morir ahogado, que iba a dejar de respirar adentro del agua, quizá me esté inundando para que el agua me cubra hasta quedar sumergido en mi propio jugo. Humedad, un colchón sin sábanas en un sótano, cerrar los ojos para pensar que todo es distinto, que eso no está pasando, que al abrirlos será otra cosa. Sentir el sol en la piel calentando cada centímetro y una laxitud creciente en los músculos. Un abandonarse al rumor del mar, una hipnosis que mece la mente y la anula. Olor a verano, olor a vida. Las letras de humo en el cielo parecen nubes, pierden de a poco su forma mientras el avión dibuja otras, las nubes parecen animales, montañas, cambian de color a medida que el sol baja, tienen bordes grises o rosados. Deben ser muy húmedas, debe ser muy distinto estar adentro de una que verla desde acá. Yo quería estar en los dos lugares a la vez, mirando desde acá y adentro de la nube. Ser la letra y la nube y el cielo y el que mira todo. ¿Y el avión? Ya se fue. No poder cerrar los ojos es como no tener párpados, como estar despierto siempre, aunque uno no vea nada, aunque sea ciego. ¿Fue Buda el que, según la leyenda, se cortó los párpados y los tiró lejos para no dormirse cuando meditaba? De esos párpados caídos a la tierra surgieron las hojas de té. No quiero morirme con los ojos abiertos, no quiero parecer un pez, ojos muertos abiertos. El mar remoto, el mar inabacable. Me gusta el olor del mar. Musgo, algas, calamar. Palabras en el agua, inundadas en la boca abierta que traga todo lo que tiene cerca. El agua blanda, ablanda la materia orgánica. Pero también puede ser dura, el frío la detiene, la congela. Hielo, frío, muerte. Movimiento detenido. Inmóvil. Quieto. Como las estatuas a las que juegan los chicos, a las que jugábamos cuando éramos chicos, cuando el que contaba, uno dos tres pelito es, se daba vuelta de golpe y todos congelados como estatuas, aguantando la risa, rígidos en una pose absurda. También jugábamos a morirnos, a estar muertos, pero eso era otra cosa, más grave, algo inalcanzable que nos quedaba fuera y por eso nos gustaba intentar acercarnos. O volar, fingir que volábamos, eso se sueña también, de más grande, uno sueña que vuela y hasta adquiere cierta destreza; a mí en los sueños siempre me pareció arrastrarme por el aire con una parsimonia indiferente, como si no hubiera tiempo, como si el tiempo no existiera, no pasara, como si no hubiera transcurrir. Como mi gato que estaba quieto casi siempre, mirando la nada, o mirando algo que nosotros no veíamos, en silencio, calmo, elegante, indiferente. Yo quería ser como él. A veces me sentaba igual y me quedaba quieto, dejaba que mi mirada se perdiera en el aire, los que me veían así me preguntaban qué pensaba pero yo no respondía. No pensaba en nada, trataba de no pensar, de simplemente ser, estar. Trataba de entender cómo era sentir la luz en la piel y recibir alimento vital de un poco de calor, de un rayo de sol insignificante en cuatro centímetros cuadrados. Dicen que en la vida hay circunstancias o hechos que prefiguran otros, ahora recuerdo uno que puede haber sido el boceto de este, de esta situación. Yo jugando en el patio de casa, debajo de la parra, colgándome de los tirantes de madera que la sostenían. Era Tarzán, el rey de los monos yendo de una rama a otra, de un tirante a otro. De pronto uno de ellos se rompe, no sostiene mi peso y yo caigo de espaldas al suelo, doy con toda mi espalda plana en un golpe seco, casi perfecto. El shock provoca que se me cierren los pulmones y la sorpresa me hace abrir los ojos y la boca en forma desmesurada. Estoy en silencio, no puedo respirar ni gritar ni moverme. Vienen mis padres, me rodean y me hablan, me preguntan, pero yo no los veo, solamente veo la luz del sol entre las hojas de parra y me voy poniendo morado, hago fuerza pero el aire no entra ni sale, estoy inmóvil a merced del tiempo, del reloj cronómetro que tiene marcados los minutos que me tocará vivir. Minutos que duran toda una vida, que se prolongan hasta ahora, en que estoy igual, sin moverme, sin hablar, sin cerrar los ojos, sin poder ver más allá de ahora. Otra vez siento algo adentro, algo me tira en el abdomen, jala hacia abajo los tejidos y los órganos del tórax, duele y rasga, es una tensión que amenaza romper todo lo que aún no está roto. Aquella vez el aire al fin entró en mis pulmones, lo recibí justo en el límite de la asfixia. Esta vez no sé, creo que se hará de modo inverso. Esta postura parece la del boxeador al que han noqueado, que sabe que ya no se va a levantar. Siento la inminencia del final, hay un instante mágico en que el dolor desaparece, se esfuma, se produce un inmenso silencio, aprovecho para cerrar los ojos pensando que todo está por terminar, que esta pesadilla se acaba, que puedo detenerme por fin. Aprieto la tecla. Stop. 

 

 

 

 

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