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tancarloscomoyo

un cuento

 

Aves de paso


Cuando era niño yo tenía una idea equivocada acerca de la nieve. Pensaba que era una sustancia de consistencia cremosa, y cuando al fin la conocí me decepcionó, esa especie de escarcha finísima al tacto no era lo que esperaba. Aunque para ser justo, otros aspectos de la nieve eran impecables, su color blanco purísimo y deslumbrante y su temperatura helada me resultaron perfectos. En algún sentido la nieve es como el silencio, una capa de silencio que  se deposita sobre el mundo. Algo que detiene el tiempo, si eso fuera posible.
Una hoja de papel también puede ser el silencio. Y puede contener el mundo, y para que alguna vez lo haga deben ser innumerables las veces que se lo intente.
Ir hacia esa inmensidad, ese vacío, requiere entrenamiento. Yo intentaba ejercitarme en ello; trataba de ir de las emociones más concretas a aquellas más abstractas y sutiles. Sabía que la percepción de la realidad depende de la manera en que la capten nuestros sentidos, así es que de a poco fui catalogando el mundo en categorías que me permitieran moverme con cierta previsibilidad en sus aspectos más insondables. Y como una cosa lleva a la otra, luego dividí esas categorías en olores, sabores, colores, formas, texturas, y demás. Era una manía que no llegaba a ser una obsesión, o eso pensaba yo.
Mientras sigo con mi tarea de fragmentación pienso en cómo llegué a esta situación tan extraña, que ya lleva dos días y me está costando sostener con coherencia.
Conocí a Constanza por azar, en una fiesta a la que me llevó un amigo, yo no estaba invitado. Me atrajo de ella el hecho de verla retraída y poco comunicativa, parecía avergonzada, y a pesar de no ser una belleza tenía un aire muy interesante. Me acuerdo que pensé: esa mujer es parecida a mí. Yo había tenido novias o relaciones, como se dice ahora, pero nada serio o duradero, seguía soltero y no pensaba mucho en el amor. Con mis actividades cotidianas me bastaba para vivir tranquilo y no pretendía mucho más, además de que en mis condiciones no me era sencillo conseguir una mujer. Trabajaba como archivista en la Biblioteca Municipal, una tarea que coincidía con mi manera de entender la vida. Aparte de eso estaba armando algo así como una enciclopedia personal: confeccionaba largas listas de objetos, animales y cosas relacionadas por afinidades mínimas, poco manifiestas, inesperadas, que formaban nuevas familias o conjuntos heterogéneos. El criterio estaba a mitad de camino entre una mirada científica y la arbitrariedad más subjetiva. Cada palabra que se incorporaba tenía al lado el motivo para estar en la lista y la relación que la unía con todas las demás. Era mi pasatiempo, mi hobby, mi obra, podría decirse. Había multitud de cosas que figuraban en dos o más listas, de acuerdo a las características que determinaban su relación con el resto, así se iban formando redes innumerables e intrincadas, una abigarrada trama de vínculos. Me resultaba inevitable pensar que lo mismo sucedía con los seres humanos.
Constanza me gustó apenas la ví, no sabía cómo acercarme a ella sin parecerle estúpido, era tan obvio que teníamos muchas cosas en común… aproveché la circunstancia de que estuviera cerca de las bebidas para pedirle un vaso o algo así, y empezamos a hablar de cualquier cosa. Ella lo hacía en voz muy baja, lo que también me gustó. Estuvimos bastante tiempo conversando como si fuéramos aves, flotando un poco por encima del bullicio de la fiesta, riéndonos sin sonido y mirándonos de reojo. También bebimos, y lo hicimos con gusto y generosidad. Me sentía muy cómodo con una mujer que por fin estaba a mi altura. Esa noche el tiempo se deslizó sobre mí con una suavidad inusitada, de pronto eran las cinco de la mañana y ella se tenía que ir. Nos despedimos y quedamos en llamarnos para volvernos a ver.
A los dos o tres días la llamé, pero el número de teléfono que me había dado no era de ella. Traté de entender por qué me había mentido. Era un contraste demasiado brusco, haberla pasado tan bien y luego esconderse.
Después intenté dejar de pensar en ella pero no pude. De alguna manera su persona tenía algo que yo reconocía como verdadero. Se había metido en una parte mía profunda. Y no iba a irse así como así.
Decidí buscarla. No confiaba en los datos que ella me había dado porque podían ser falsos también, aunque después sabría que no lo eran. Busqué a mi amigo, el que me había llevado a la fiesta, y le pregunté por ella, me dijo que no la conocía pero quedó en averiguarme si alguna de las personas que estaban esa noche sabía algo de ella.
A los pocos días me llamó y me dio un número de teléfono. Tal como me había dicho, trabajaba en su casa haciendo traducciones para una editorial. La llamé ese mismo día, no pareció sorprendida cuando me atendió, se disculpó por haberme dado un número falso y prometió explicarme el motivo. Quedamos en vernos y tomar un café al día siguiente.
Esa noche dormí mal, salteado, no podía abandonarme en las profundidades del sueño. Me levanté temprano, me bañé y tomé un buen desayuno. En el trabajo estuve distraído y nervioso, Ángela, mi compañera de tantos años, me preguntó qué me pasaba mientras me escrutaba con sus ojos aumentados por el grueso cristal de sus lentes, me notaba muy raro. No le quise contar nada y esquivé el tema. Yo mismo estaba sorprendido, no quería aceptar que el encuentro con Constanza me tenía tan nervioso. Incluso pensé en no ir, después me causó gracia la simetría con su conducta al darme un teléfono falso. Salí temprano del trabajo para tener tiempo de llegar a la hora acordada, las veredas de Buenos Aires siempre son difíciles de transitar.
Llegué al café y me ubiqué en una mesa cerca de la ventana, en un espejo del rincón me veía de semiperfil, aproveché para controlar mi aspecto, no estaba mal. Muy pronto llegó ella y me sonrió desde la puerta, se acercó despacio, nos saludamos, pedimos unas copas y enseguida le dije:
—    Bueno, contame, ¿por qué me mentiste con tu teléfono?
—    ¡Epa!, veo que no perdés el tiempo— me dijo riéndose.
—    No es eso, es que quiero saberlo y saltar eso para que charlemos tranquilos.
—    Bueno, la verdad es que no quería mentirte, pero tuve miedo.
—    ¿Miedo?, ¿de qué?
—    No sé, la pasé tan bien en la fiesta, me gustaste, ¿entendés?
—    No, pero sí— ahora me reí yo — a mí también me gustaste…mucho.
—    Por eso, me di cuenta, qué sé yo… algo de todo eso me provocó miedo.
—    ¿Y ahora qué hacemos, entonces?
—    Nada, nos tomamos unas copas y charlamos.
—    Tenés razón, excelente idea—me reí de nuevo.
Estuvimos mucho rato conversando, riéndonos y contándonos cosas, yo sentía algo raro, nos veía desde afuera con una mirada integradora, como si fuéramos un único organismo con dos formas. Después fuimos a casa, quería que conociera mi refugio, ya le había hablado de él, es un amplio departamento en una vieja fábrica reciclada de la zona sur, de manera que tengo un montacargas en lugar de ascensor, lo que me resulta muy práctico. Mi casa le gustó, estuvo curioseando los libros, escuchamos un poco de música, charlamos en voz baja, después dejamos de hablar, nos miramos a los ojos, nos acariciamos, nos besamos, nos fuimos a la cama.
Cuando me desperté al otro día me pareció muy rara la visión de las dos sillas de ruedas al lado de la cama, parecía que fueran nuestros caparazones vacíos, mientras nosotros nos aletargábamos blandamente sobre el colchón, fue una impresión fugaz pero muy potente. Cuando se despertó se lo comenté y nos reímos de mi ocurrencia y de nuestra condición. Me sentí muy cerca de ella. Era tarde, así que desayunamos algo liviano y nos fuimos lo más rápido posible, yo a mi trabajo, ella a su casa.
Nos veíamos cuando teníamos ganas y eso sucedía cada vez con más frecuencia, generalmente se quedaba a dormir en casa, entre otras cosas porque el acceso era menos dificultoso que en la suya, que estaba en un edificio normal con su correspondiente ascensor de dos por dos. Yo bromeaba siempre con la cuestión de que parecíamos insectos o moluscos cuando estábamos juntos, ya que se potenciaba el efecto de las sillas y de los movimientos lentos y pesados. Compartíamos muchas cosas. Un día me contó que desde siempre tenía ganas de ir al sur porque no conocía la nieve y le hacía mucha ilusión. Me prometí a mí mismo y a ella llevarla en cuanto pudiera. Desde luego enseguida incluí su nombre en mis listas.
La gente que me conocía empezó a notar que yo estaba cambiado, más comunicativo, más expansivo. Ángela me lo dijo un día; me preguntó:—¿vos no estarás enamorado?
Me reí como si fuera una broma, pero noté un calor en las mejillas y ella no dijo nada más. Yo pensé en ese momento que mi suerte había cambiado.
El mes pasado ella tuvo que apurar la entrega de una traducción y nos vimos poco, estaba trabajando mucho y durmiendo mal, tomaba litros de café y no comía casi nada. Yo la llamaba todos los días, pero no nos veíamos para que no se atrasara en la entrega. Ella estaba nerviosa y un poco irritable. Cuando por fin terminó y entregó el libro estuvo durmiendo catorce horas sin parar, quedamos en cenar en casa al otro día para brindar con vino francés por la liberación de Constance. Compré el vino y cociné pato con salsa Cumberland. Llegó a las nueve, estaba todavía un poco ojerosa por el esfuerzo, la noté flaca. Tuvimos una cena especial, era como haber recuperado nuestro tiempo, nuestro espacio, brindamos por ella, por mí, por nosotros.
Mucho más tarde, en la cama, se sintió mal, le faltaba el aire y se quejaba de fuertes dolores abdominales. Le hice un té, le dí gotas, pero no mejoraba, intenté  convencerla de llamar a un médico pero no quiso, me dijo que a veces le pasaba y al rato estaba mejor, que intentáramos dormir. Apagamos la luz y yo me quedé alerta, esperando con los ojos abiertos, atento a ella. Respiraba con dificultad, yo la tenía tomada de la mano. De pronto escuché un ronquido fuerte y su mano apretó la mía, me sobresalté. Se quedó quieta. Prendí la luz y le pregunté si estaba bien, no me contestó, me acerqué a ella, le hablé más alto, la miré a los ojos, los tenía abiertos mirando a la nada, no respiraba. Le golpeé el pecho, como pude, con gran esfuerzo, me incorporé a medias, me senté arriba de ella y presioné su esternón con ambas manos mientras le gritaba que reaccionara, le hice respiración boca a boca, le pegué cachetadas, no sabía qué hacer y quería hacerlo todo junto, llamar a alguien, gritar pidiendo ayuda, no podía creer lo que estaba pasando, me desesperé, me puse a gritar su nombre como si llamándola fuera a volver… Después me quedé quieto mirándola, sentado encima de ella que seguía inmóvil, inerte, empecé a derramar lágrimas que la mojaban en las mejillas, en la boca, en el cuello, tenía la actitud de un idiota, la cabeza caída, llorando y babeando sobre su cuerpo. Al fin me dejé caer y me tumbé a su lado.
Estuve así no sé cuánto tiempo. Mientras estaba tendido al lado de ella el dolor me iba creciendo en el pecho y la incredulidad también. No podía ser. Nunca me dijo que sufriera del corazón, que tuviera esos ataques, nunca me comentó nada de eso. ¿Qué había pasado? Constanza estaba muerta a mi lado. La había perdido para siempre. Otro pájaro que volaba de mí. Era insoportable. Inadmisible.
Cuando estaba amaneciendo decidí que no la iba a dejar ir. No me iba a separar de ella. Quizá fuera una locura, pero lo iba a hacer. No me importaba nada.
Me levanté, me bañé y busqué en las páginas amarillas la dirección de un comercio donde comprar una heladera industrial. A primera hora llamé y la encargué para que la trajeran esa misma tarde, llamé a una fábrica de hielo y pedí varias barras para la tarde también. Llamé al trabajo y le avisé a Ángela que iba a faltar un par de días porque estaba con fiebre. Después fui a buscar a Constanza, todavía tenía los ojos y la boca abiertos en una expresión de asombro, era atroz ver su mirada desesperada, le cerré los ojos y como pude la arrastré hasta el baño y la acosté adentro de la bañera. Entonces empecé a trabajar: abrí la canilla del agua caliente y le corté las venas de las muñecas y las ingles. Dejé el agua corriendo y la sangre fluyendo de su cuerpo y me fui al living. A pesar de la hora me serví un whisky para soportar lo que estaba haciendo. Cada tanto iba a controlar que todo estuviera bien. Pasadas tres o cuatro horas cerré la canilla. La sangre ya brotaba muy despacio y con poca intensidad.
Trajeron la heladera y la instalé en el living, después llegó el hielo. Llevé una de las barras a la bañera y la puse al lado de Constanza. Con un destornillador la golpeé para partirla en trozos y rodear el cuerpo con ellos. Todavía no sabía qué iba a hacer, mis actos eran automáticos. Más tarde comí algo y me serví otro whisky mientras pensaba. Entonces tuve la idea. Iba a cumplir mi promesa, la llevaría al sur a conocer la nieve y la dejaría allá para siempre. Haríamos ese último viaje juntos. Pero cualquiera que nos descubriera podía creer que yo la había matado. Resultaría muy difícil explicar lo que había pasado y por qué yo había actuado de manera tan extraña. No tenía retorno. Entonces decidí que para viajar juntos sin despertar sospechas lo mejor sería dividir su cuerpo en la mayor cantidad de partes posibles y refrigerarlo para que aguantara el viaje.
Y en eso estoy ahora, separando con cuidado las articulaciones, cortando los tendones, desprendiendo los músculos de los huesos, quitando vísceras y órganos, la bañera transformada en una pileta de disección, llena de hielo y fluidos corporales, voy envolviendo todo en plástico y poniéndolo en la heladera del living. No atiendo el teléfono porque no confío en que la voz no me traicione, la última vez que me vi en el espejo no me reconocí, tenía una cara muy extraña. Cada tanto veo la silla de ruedas vacía en mi dormitorio y tengo que desviar la mirada.

 

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