M - XXVII
En el barrio había un auto abandonado hacía mucho tiempo. Era uno de esos autos grandes de la época, un modelo bastante viejo, estaba un poco oxidado y le faltaba el asiento de atrás y todos los vidrios. Alguien lo había dejado estacionado alguna vez y nunca volvió a buscarlo, se rumoreaba que era un auto robado. Nosotros nos juntábamos a veces ahí y de vez en cuando nos metíamos adentro, nos hacía sentir más grandes, fingíamos que fumábamos mientras hablábamos, cosas así. Un día José nos dijo que había hablado con la gorda del almacén y que iba a venir una tarde a meterse en el auto con nosotros. Era la hija del almacenero del barrio, que estaba a tres cuadras, tenía un año o dos más que nosotros, usaba unas polleras muy cortas y siempre nos cargaba, nos hacía bromas que nosotros no entendíamos. Entonces le pregunté a José para qué iba a venir, y él me contestó: boludo, se deja tocar la concha. Todos nos quedamos duros, no nos imaginábamos tocar una concha, no sabíamos qué podíamos hacer con eso, ni cómo era, pero todos dijimos casi al unísono exhalando el aire despacio: bieeeen….. que era todo lo que podíamos decir. Y cambiamos de tema, pero nos quedamos pensando en la concha de la gorda, imaginando la forma, o el olor, o si tendría pelos. Otro día José nos dijo que la gorda iba a venir el viernes a la tardecita. Nos teníamos que juntar en el auto a las siete. Muertos de miedo el viernes a las siete estábamos todos ahí como soldados, esperando sentados en el cordón de la vereda. José nos dijo que en un rato, en cuanto se pudiera escapar del almacén, la gorda vendría. Mientras tanto hacíamos tiempo hablando de fútbol.
Esperamos nerviosos un rato largo y se fue haciendo de noche, ya no queríamos que la gorda viniera porque estar adentro del auto con ella y encima de noche nos parecía demasiado, al final José fue a averiguar y cuando volvió dijo que no iba a venir, que otro día. A todos nos pareció evidente que no vendría nunca y nos sentimos aliviados y nos metimos en el coche a hablar como hombres de cosas de hombres y Raulito dijo: qué lástima, porque ya se me estaba por salir la leche de tan caliente que estaba. Y otro le contestó: callate, si no sabés ni de qué color es la leche. Y Raulito, que efectivamente no sabía, aplicó la lógica más elemental, empezó a pensar a velocidad supersónica, hizo asociación libre y la relacionó con otras secreciones, concretamente con los mocos que le salían cuando estaba muy resfriado, y entonces, en tono canchero, dijo: qué no voy a saber, boludo, la leche es verde. Y todos nos quedamos callados, sin animarnos a disentir ni a estar de acuerdo, sentados en el auto en la oscuridad hasta que sentimos los gritos de nuestras madres llamándonos a comer.
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