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tancarloscomoyo

lo otro

Hoy a la tarde iba caminando y me pareció ver a una de las Lentini, tuve un repentino escalofrío porque eso era imposible, sin duda se trataba de una mujer muy parecida, pero esa confusión me produjo una tremenda inquietud.
Cuando veo a una persona que se parece mucho a otra siento un hondo malestar, no puedo remediarlo. Siempre me asombró la inconmensurable disparidad del mundo. Es un alarde de creatividad de la naturaleza, miles de millones de rostros distintos en una combinatoria exponencial, produce vértigo solamente pensarlo. Pero esta manifestación de poder tiene una falla: la transmisión de códigos genéticos. Los hijos que se asemejan a sus padres, los hermanos que se parecen entre sí son variaciones imperfectas que tienen algo de monstruoso, de burla de la forma. Las considero mutaciones imprevisibles y presuntuosas, deformidades que exhiben su manifestación del error como una bondad de la química. Estas versiones degradadas de lo mismo insultan el original con su rencor por la pérdida de la novedad, cargan con el peso del código repetido, son un espejo que acerca y aleja al mismo tiempo. Es mucho más genuino lo diferente, lo extraño. Por otra parte creo que es lo único que se puede amar.

Conocí a Bárbara Lentini en la fiesta de cumpleaños de un amigo, llegó cuando me estaba yendo, pero al verla entrar decidí quedarme hasta el final. Hablamos, nos gustamos y arreglamos para vernos durante la semana.
Salimos el martes siguiente y fue una revelación, el tiempo pasó sin que nos diéramos cuenta, Bárbara era súper divertida además de ser muy hermosa y me encantaba estar con ella. Ese día me contó, entre otras cosas, que tenía una hermana melliza, Verónica. Me dijo que eran muy unidas y que vivían juntas en un departamento en el centro.
Lo que pasó entre nosotros a partir de ahí fue más o menos lo que siempre pasa cuando una historia comienza entre dos personas que se gustan mucho. Seguimos saliendo y al poco tiempo me di cuenta de que estaba enamorado de ella. Más tarde conocí a la hermana que era bastante parecida y diferente a la vez, linda y misteriosa, o misteriosa por ajena, vaya uno a saber. A veces me divertía molestarla con el parecido, hacer como que ella también podía ser mía, le decía por ejemplo: Verónica, hoy estás bárbara, cosas así, y ella me odiaba cordialmente, sonriendo.

Una noche estábamos en el departamento, después de cenar algo liviano fuimos a la cama y al rato nos estábamos amando de forma bastante salvaje, gemíamos y respirábamos mezclando nuestros alientos y salivas, saltando uno sobre el otro, pero en un momento me pareció que había como una respiración doble debajo mío, un jadeo con eco, me corrí un poco al costado para cambiar de posición y entonces me pareció ver un mechón de pelo asomando debajo de la cama, una pincelada de cabellera que delataba una presencia, fue una fracción de segundo pero se clavó en mi cerebro como un dardo, esa visión me excitó más y aumenté mi ritmo y mi tesón, Bárbara me seguía y galopamos juntos hasta el clímax, jadeando, gritando, mordiéndonos hasta casi ahogarnos, hasta casi el desmayo, acabamos juntos y yo me desplomé encima de ella respirando agitadamente, desgarrando el aire a mi alrededor para ver si detrás había más aire. Dormitamos un poco sumergidos en un sopor denso y al rato me levanté para ir al baño, desde la puerta me di vuelta y miré debajo de la cama, Verónica no estaba.

Desde entonces empecé a sentirme raro con respecto a ellas y conmigo, experimentaba algo parecido a una escisión de mi yo, una suerte de dicotomía en la que de un lado prevalecía la atracción erótica y el amor que sentía por Bárbara y del otro una creciente fascinación por los rasgos perversos de la personalidad de su hermana. En forma progresiva el fantasma de Verónica se fue instalando en nuestra relación y yo sentía que se iba asimilando a su hermana de una manera extraña. Cuando estaba con las dos juntas por un lado me sentía bien, en una situación levemente provocativa, pero al mismo tiempo tenía una incomodidad que no me permitía relajarme, al rato quería irme.

Y hubo otra noche, una noche en la que yo no tenía que estar, pero llovía y no tenía ganas de volver a mi casa a estar solo, se hizo tarde en una cena con amigos y decidí quedarme a dormir en lo de Bárbara aunque no le había avisado, yo tenía llave de modo que subí directamente al noveno piso y entré al departamento. Iba a llamarla al entrar, a decir su nombre en voz alta como anunciándome pero algo me hizo callar, algo en el aire, la luz penumbrosa, el silencio, no sé. Cerré la puerta sin hacer ruido y alerté los sentidos. Había una luz tenue en el dormitorio de Bárbara, el de Verónica estaba a oscuras, me aproximé despacio, a medida que me acercaba empecé a escuchar algo, unos murmullos, voces muy quedas, llegué hasta la puerta del cuarto y me quedé parado en la sombra, los susurros llegaban hasta mí arrastrándose por la alfombra, me asomé apenas en el vano y entonces las vi. Estaban desnudas en la cama diciéndose cosas en una voz muy apagada, ronroneando, besándose, acariciándose. Me quedé paralizado no sé cuánto tiempo. En el dormitorio la acción aumentaba, todo se puso muy caliente, el aire se espesó, ellas respiraban más agitadas, me di cuenta de que las dos se decían mi nombre al oído mientras se chupaban, se frotaban, se amaban. Me pareció horrible, empecé a retroceder despacio hasta la puerta del departamento, el corazón me galopaba. Abrí con toda la prudencia del mundo, cerré con mucho cuidado y bajé a la calle mareado y aturdido. Salí del edificio y caminé sin rumbo un buen rato dejando que la lluvia me mojara, después entré en un bar y tomé algo fuerte, ginebra o whisky, no recuerdo.

No tengo manera de describir lo que sentí esa noche, fue como si dos trenes que avanzan en sentido contrario a la misma velocidad se cruzaran en un puente, en un momento forman parte de lo mismo, el movimiento bidireccional, la fricción de las ruedas en los rieles, el aire vibrando entre ellos a alta temperatura, una unidad perfecta que dura un instante, enseguida se alejarán en sentidos contrarios y sobre el puente quedará apenas la vibración que provocó su paso. Eso era yo, los dos trenes cruzándose, los movimientos sumados, los trayectos opuestos, la separación, la estela. Sentí eso de manera tan fugaz como puede serlo una iluminación, un relámpago.
Pero a partir de entonces algo se modificó en mí, quizá debiera decir que fui otro, pero tal vez no tenga todavía modo de decirlo.

Hubo una marea de pensamientos que empezó a crecer, subterránea como un magma, pensamientos que surgían de mí pero al mismo tiempo me eran lejanos, inalcanzables, desconocidos. Yo los sentía bullir en lo profundo, pero no tenía la lucidez necesaria para comprenderlos. Me volví retraído y algo callado. Como si estuviera siempre atento a ese rumor oscuro de algo que se cocinaba dentro de mí en zonas ignoradas.
Cada vez que estaba con Bárbara me parecía que de nosotros dos yo era siempre el tercero.

En esa época hice cosas que no recuerdo con nitidez, para las cuales no tenía motivos claros, acciones que parecen sombras en la bruma, escenas evocadas de algún sueño remoto. No pretendo con esto disculpar mi conducta ni soslayar mi responsabilidad, sólo digo que mi conciencia parecía estar adormecida, y aún así impelerme a actuar siguiendo sus oscuros mandatos. En ese estado fue que compré la sustancia en la droguería, que me embosqué en el trayecto nocturno que hacía regularmente Verónica, que le salí al cruce fingiendo querer asaltarla y le arrojé en el rostro todo el contenido de la botella, huyendo rápidamente y dejando detrás de mí el chirrido imperceptible y el súbito olor de la carne quemada, de la corrosión, el grito desgarrador que empezaba a subir en la noche, la desesperación y la angustia por la belleza perdida de pronto y para siempre. Llegué a mi casa agitadísimo, me puse a beber y caminar en círculos, no sé cuánto tiempo pasó y sonó el teléfono, era Bárbara que me contaba, llorando, desesperada, que a Verónica le habían desfigurado la cara, que estaba internada con graves quemaduras, que no sabía qué hacer. Fui hasta su casa a acompañarla, a consolarla, a compartir nuestro dolor.

Los meses que siguieron fueron horrorosos. Verónica no se repuso del shock que le produjo el ataque, no podía resistir ver su hermoso rostro transformado en una máscara monstruosa, entró en una depresión profunda y una noche se arrojó por la ventana del
departamento, murió instantáneamente al estrellarse en el pavimento. Bárbara no pudo soportarlo, quedó desconsolada, no paraba de llorar, a la semana de la muerte de Verónica tomó dos frascos de pastillas y media botella de whisky y se acostó a esperar la muerte que la llevaría a reunirse con su hermana. La encontré yo a la tarde siguiente, parecía dormida, parecía estar por fin en paz.

Ya pasó mucho tiempo de todo esto, yo nunca volví a estar en pareja con nadie, supongo que para volver a intentarlo debería encontrar a una mujer parecida a Bárbara.

 

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