atardecer
Me siento en la plaza con un libro que contiene veneno.
No leo, cierro los ojos intentando saber si lo que siento es melancolía, tristeza o simplemente soledad. Es verano pero hace frío, y me gusta.
Hay varios niños que dan vueltas al monumento en sus bicicletas con rueditas. Lo descubro de pronto cuando identifico un sonido que tengo en mis oídos desde que me senté y es el chirrido monótono del plástico de las rueditas sobre las baldosas del suelo. Pienso que debería alfombrar el piso desplegando mi tristeza o lo que sea, para amortiguar el recorrido de estos cachorritos que ríen o lloran con la misma facilidad con que mueven sus piernas para hacer girar las ruedas. Son como animalitos amaestrados felices en la repetición de sus rutinas.
Hay madres jóvenes que cruzan la plaza en diagonal, van a buscar a sus hijas a casas de amigas o vuelven con ellas en dirección al marido y la cena. Hay viejos olvidados que se identifican con la llegada de la noche. Hay ignoradas Alejandras que ningún escritor rescatará nunca, y se adivina en sus miradas que ellas lo saben. Hay árboles que guardan silencio mientras los pájaros se acomodan en sus copas.
Me imagino todo esto y pienso en mi rostro, la rareza de estar con los ojos cerrados y anteojos puestos, como si necesitáramos aumento para mirar hacia adentro, como si una cosa reemplazara a la otra.
Hay una cierta paz provinciana en el fresco aire casi nocturno, hasta que de pronto un grito destemplado en la voz de una mujer corta la tarde como un tajo: —¡Pablo, sos un hijo de puta!
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