una mujer de arena
En el barrio había varios baldíos cuando éramos chicos. Nosotros teníamos uno favorito y lo usábamos como canchita para jugar a la pelota, y también como centro de reunión y refugio. Pero un día lo cercaron con alambre y empezaron a contruir una casa, la mañana que descubrimos la invasión de nuestro territorio nos enojamos mucho. Fuimos con la pelota preparados para un partido y lo encontramos lleno de ladrillos, piedras y una montaña de arena. Nos dio mucha rabia, considerábamos que ese lugar era nuestro, pero igual seguimos yendo y jugábamos con los materiales de construcción, siempre a la tarde, después de que se fueran los obreros. Una tarde estábamos aburridos charlando sentados en ladrillos, el día anterior había llovido y la arena estaba húmeda, y empezamos a hablar de mujeres desnudas. En eso estábamos cuando Raulito dijo: che, ¿por qué no hacemos una mina en bolas con la arena? A todos nos pareció una idea buenísima y nos pusimos a hacerlo. Como yo era el que mejor dibujaba, quedé encargado de dirigir la construcción, y empezamos a formar volúmenes, a modelar el cuerpo. Desparramamos un poco la arena y preparamos dos montones, uno para el tronco y la cabeza y otro para la cintura y las piernas. Le dimos una forma un poco tosca pero cuando empezaron a aparecer los detalles fue mejorando. La cabeza y el cuello fueron fáciles, un cilindro y un óvalo con el pelo dibujado en líneas. Después los hombros y los brazos pegados al cuerpo y separados por una pequeña depresión. Uno dijo: che, hagámosle las tetas bien grandes, y todos dijimos: siiii. Le pusimos dos esferas que parecían pelotas de fútbol con un piquito en el centro a cada una, quedaron bárbaras. Después armamos el volumen de las piernas y lo unimos por la cintura, las piernas quedaron juntas pero separadas por una zanjita. Hicimos los pies y le dibujamos el ombligo más o menos donde nos parecía. Iba quedando terminada, pero faltaba algo. Alguien dijo: ¿y la concha? Yo dije: claro, la concha… Y ahí vinieron las discusiones. Que va acá, que más arriba, que más abajo, que vos no sabés nada, qué no voy a saber… y así, hasta que Raulito, con aire y cara de conocedor del asunto, se agachó, y tomó una medida con cuatro dedos desde el ombligo hacia abajo y marcó el lugar: es acá, dijo. Nos impresionó el profesionalismo de medir como si estuviera jugando a la bolita y desde el hoyo marcara dónde apoyar el bolón, de modo que nadie le discutió y, por las dudas que de verdad supiera, nadie quería quedar en orsai. Así que hicimos un montículo en forma de dos paréntesis, bastante grandes y en el medio le hicimos un agujero. Quedó como una empanada aplastada, pero se veía bien, en la parte baja de la barriga nuestra criatura lucía una concha flamante. Hasta le dibujamos pelitos con una ramita. Nos paramos para verla de lejos, orgullosos de nuestra obra. Entonces Raulito dijo: cómo se nota que ustedes no cogieron nunca. Nadie dijo nada, pero nos pusimos colorados, aunque no creíamos tampoco que él lo hubiera hecho. Y entonces dijo: vengan que les muestro cómo es. Se acercó a la mujer de arena y cuidadosamente se acostó encima de ella pero sin tocarla, apoyando sus manos en el piso y con los brazos extendidos. Entonces empezó a hacer movimientos con su cintura, tocaba con el pantalón la concha de la mujer y se apartaba, así muchas veces, hasta que pegó un grito y dijo: acabé, ya está. Y se levantó. Nos pareció un poco asqueroso y también me hizo acordar a la clase de gimnasia, cuando nos hacían hacer flexiones de brazos, así que pensé que debía cansar mucho y después dolería. No sabíamos qué decir, aunque uno dijo: andá mentiroso, si vos tampoco cogiste, pero no sonó muy convencido. Estábamos en eso cuando empezamos a escuchar los gritos de nuestras madres llamándonos a comer y salimos corriendo cada uno para su casa. Yo me quedé pensando y mientras comía me acordaba de la mujer de arena, acostada desnuda y sola en el baldío. Al final después de comer y mientras mirabamos televisión salí al patio y me escapé corriendo a la obra con un frasco vacío de mermelada. Entré en el terreno y la ví, me acerqué despacio y agarré la arena de la parte de la concha en dos puñados, la metí en el frasco, lo tapé y volví a mi casa, pero antes desarmé la mujer de dos o tres patadas para que no quedaran rastros, y también porque me daba impresión haberle robado una parte del cuerpo y dejarla así, incompleta. Después llevé el frasco a mi pieza y lo escondí debajo de mi cama.
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