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tancarloscomoyo

Relatos

allá lejos

 

Yo tenía una prima mucho mayor, a mis diez años ella ya estaba casada y tenía un hijo casi de mi edad. No la veíamos con frecuencia porque vivía en un pueblo de la provincia, una zona chacarera. Era un lugar que a mí me gustaba mucho, mezcla de campo y ciudad, con calles de tierra y muchos árboles, veredas de pasto bien cortado, casas con parques inmensos. Una vez me invitó a pasar unos días en su casa, y por suerte me dejaron ir. Estuve feliz de cambiar de aires, de vivir las siestas en la calle, de andar a caballo, mejor dicho en pony. Uno de esos días que estuve en su casa me dijo que íbamos a ir al campo de unos amigos de la familia, saldríamos al día siguiente bien temprano. Nos levantamos con su hijo muy animados, tomamos un tazón inmenso de café con leche con tostadas y nos fuimos a la terminal. Teníamos que tomar un micro que nos dejaría en la ruta a la entrada del campo. Cuando bajamos del micro nos estaba esperando un señor en un carro, era Alfredo, el amigo de mi prima, nos saludó con una sonrisa debajo de sus inmensos bigotes. Nos subimos al carro y él azuzó al caballo, recorrimos un camino bastante largo entre dos filas de árboles altísimos con unas hojas doradas que filtraban el sol. Ïbamos contentos y cantando al ritmo del sonido de las ruedas, a las que me parece que les faltaba un poco de aceite. Llegamos a la casa y tuvimos permiso para jugar y corretear por cualquier lado, había un galpón inmenso lleno de herramientas enormes y raras, un tractor, fardos de pasto, aperos y correas de cuero, en el patio había animales sueltos, gansos, patos, gallinas, dos o tres perros, me parecía una especie de paraíso. Nos pusimos a jugar a la pelota y después de un rato nos subimos a un árbol muy frondoso que parecía un ombú. Más tarde nos llamaron, ya era media mañana y mi prima quería saber dónde estábamos porque Alfredo iba a sacrificar y carnear una vaca, así dijo. Yo no sabía qué quería decir sacrificar, y mucho menos carnear, pero fui con ellos. Llegamos a un corral al lado de un galpón que no habíamos visto, detrás de la casa grande, y los peones trajeron una vaca atada a una soga y la metieron por una especie de pasillo hecho de maderas altas. La sujetaron en medio de ese pasillo, un peón de cada lado con sogas atadas al cuello, la vaca estaba muy nerviosa y se movía, quería irse para atrás, pero alguien desde atrás la pinchaba con un aparato de hierro del que salía un cable. En eso que la tenían ahí, medio quieta, vino otro peón de costado, levantó una maza enorme y la dejó caer con fuerza en la cabeza de la vaca, se oyó un sonido fuerte y seco y la vaca tambaleó y abrió mucho los ojos, yo me sobresalté y contuve la respiración, nos miramos con el hijo de mi prima asustadísimos, volvimos a mirar a la vaca y justo en ese momento el peón le dio otro mazazo en el mismo lugar, ahora la vaca movió un poco la cabeza, miró hacia donde estábamos nosotros y dobló las patas delanteras, intentó levantarse y no pudo, entonces se desplomó de costado, sosteniendo todavía el cuello un poco en alto con la cabeza floja y enseguida dejó caer el cuello y la cabeza golpeó el suelo de tierra seca con un sonido apagado. Yo estaba petrificado del susto, no me animaba ni a llorar, tenía la garganta cerrada y no dije nada, lo miré de reojo al hijo de mi prima y él estaba igual, de modo que nos quedamos quietos. Después recuerdo cosas sueltas, arrastraron a la vaca cerca del galpón, a un lugar que tenía piso de ladrillos y un árbol de ramas desnudas no muy altas. Los perros se acercaron,  ladraban mucho, parecían nerviosos o enojados. Dos hombres ataron las patas traseras de la vaca y la levantaron entre todos, colgándola de una de las ramas del árbol cabeza abajo, sin tocar la tierra. Después vino la carnicería. Le cortaron la cabeza, empezó a salir sangre a borbotones y a chorrear por el piso metiéndose entre los ladrillos y haciendo pequeños arroyos colorados. Los perros olían la sangre con ansiedad, se les erizaron los pelos del lomo y sus ladridos se hicieron más fuertes y continuos, iban y venían rodeando el cuerpo colgado. Todos los hombres se juntaron alrededor de la vaca con botas altas de goma y mamelucos, empezaron a tajearla con cuchillos y a sacarle el cuero hasta que la dejaron desollada. El suelo estaba totalmente cubierto de sangre y había muchas moscas gordas y zumbonas volando lento y rondando por todas partes. El aire se llenó de un olor dulce y fuerte, un olor asesino, crudo, salvaje. Los hombres seguían con sus cuchillos alrededor de la vaca y la empezaron a cortar en pedazos, por partes. Yo me empecé a marear y descomponer y me fui caminando para alejarme de la sangre y de los cuchillos, fui hasta el árbol en que habíamos estado antes y me acosté en la sombra. Tenía ganas de vomitar, pero no pude hacerlo. Me quedé un rato largo en silencio abajo del árbol hasta que mi prima vino a buscarme y me preguntó si no quería ir a comer. Le dije que no me sentía bien y entonces me preguntó si quería dormir la siesta en una de las piezas y acepté. Ella me dijo que descansara tranquilo que después íbamos a ir a pasear. Me acosté en una pieza con techo altísimo y la persiana de madera cerrada a través de la que entraban rayitas de color amarillo que se proyectaban en el piso y en la cama. Sin darme cuenta, de a poco, me dormí. Cuando me desperté no sabía adónde estaba, la luz había cambiado, era mucho más suave y había un silencio enorme en el cuarto. Entonces oí una conversación a lo lejos, me levanté y salí a un corredor, caminé hacia las voces y llegué a la enorme cocina donde estaban todos tomando mate. Me saludaron riéndose y Alfredo me preguntó si estaba impresionado, tenía un sombrero negro muy grande y un pañuelo rojo que me hizo acordar a la sangre de la vaca. No le dije nada, pero moví la cabeza para un lado y para otro en silencio y me fui a sentar en un rincón al lado de mi prima que me abrazó y me dio un beso. Estuvimos ahí un rato, cuando terminaron de tomar mate me dijeron que íbamos a ir a pasear y nos subimos al carro de Alfredo. Salimos por el mismo camino de antes y tomamos un desvío que había antes de llegar a la ruta, ya el sol estaba cayendo, era esa hora en que las nubes se ponen rosadas y todo parece moverse y transcurrir más lento. Llegamos a un lugar amplio donde había una casa grande al lado del camino y varios caballos atados a unos palos. Bajamos del carro y mi prima me dijo: es el almacén de Don Segundo, vení, vas a ver qué lindo. Entramos. Era enorme. Había un mostrador de madera larguísimo y muchas bolsas de arpillera apoyadas al lado, estaban abiertas y llenas de porotos, arroz, garbanzos, maíz, papas. Había cosas colgadas en una pared: riendas, correas, lazos, estribos, palas, cuchillas de arado, cueros de oveja. Detrás del mostrador las estanterias estaban repletas de frascos de todos los tamaños, botellas de muchas formas y colores con etiquetas muy lindas y llamativas, paquetes de papel y tela y cajas de varios tamaños. Encima del mostrador había dos o tres balanzas y en la parte de adelante una gran reja de barrotes de hierro dividía el salón, tenía un hueco en el medio por donde pasaba el dueño para un lado y para el otro, y en el salón, delante de las bolsas, tres o cuatro mesas cuadradas con sillas de madera alrededor. Había hombres con sombreros sentados en dos mesas, me pareció que estaban jugando a las cartas. Las ventanas a los lados de la puerta por la que entramos estaban abiertas y tenían rejas también. La luz del sol que se estaba yendo entraba oblicua y dibujaba en el suelo la forma de las ventanas, en el aire que era atravesado por la luz había pelusitas de polvo bailando en suspensión, me quedé viendo eso un ratito. Lo que más me impresionó del lugar fue el olor, un olor fuerte pero rico, una mezcla de aromas, a semillas y granos, a tierra húmeda porque el piso era de tierra, a cuero y a tabaco, este último como sobrevolando por encima de los demás. Era un olor que quedaba bien en ese lugar, me pareció que no podría haber sido diferente. Los hombres que estaban jugando en las mesas ni nos miraron cuando entramos. Nos sentamos en la mesa vacía y mi prima pidió un café con leche para mí y otro para su hijo y para ellos una cerveza. Cuando terminaron nos dijeron que nos quedáramos ahí un rato que ellos tenían que ir a la casa de no se quién y después nos pasaban a buscar. Así que le dijeron a Segundo: le encargamos los chicos, en un rato volvemos. Segundo les dijo: vayan tranquilos nomás, y se fueron. Y nosotros nos quedamos en el almacén, que uno de los hombres de las mesas nos dijo que se llamaba pulpería. Se estaba haciendo de noche, empezaron a prender velas y unos faroles a querosén que colgaron de unas vigas. Nosotros nos acercamos a una de las mesas y uno en cada punta nos pusimos a ver cómo jugaban al truco. Anotaban los tantos con porotos con los que hacían montoncitos al lado de cada jugador y cada uno tenía una copa de ginebra. Todos fumaban, el humo se elevaba zigzagueando y salia del círculo de luz para esconderse en la sombra del techo. Hablaban poco, se miraban y de vez en cuando hacían alguna seña al compañero, tiraban una carta y esperaban. El que tenía que jugar miraba la carta, observaba al que la había tirado y después a su compañero. Después ojeaba sus cartas y volvía a mirar a su compañero, era su turno de hablar y decía solamente una palabra: voy, pongo, empardo, mato, y recién entonces apoyaba lentamente su carta en la mesa, al lado de la otra. Y se volvía a repetir todo el proceso, el otro jugador lo miraba a él y a la carta que había jugado, miraba a su compañero, ojeaba sus propias cartas y también decía su palabra, diferente a la que había dicho el jugador anterior. Me parecía que todos hacían lo mismo y muy lentamente. No entendía bien cómo era el juego. Después de apoyar la carta en la mesa tomaban un trago, daban una pitada al cigarro y tosían, o nos guiñaban un ojo, o se peinaban el bigote con la mano. Así mucho rato, hasta que anotaban con los porotos y barajaban y daban de nuevo y todo volvía a empezar. Aburridísimo. Ya era de noche, el lugar había cambiado mucho con las luces de las velas y los faroles, había sombras por todos lados cerca de las paredes y en los rincones. La luz hacía un círculo y más allá de eso todo era oscuridad, las sombras se movían, era un mundo oscuro y animado el que nos rodeaba. Ahí fue que vi a un par de gatos sentados en las bolsas, arriba de los granos. Les brillaban los ojos en la penumbra. Nosotros no nos movíamos de al lado de la mesa y no nos venían a buscar. No hablamos en todo el tiempo, de vez en cuando nos mirábamos con mi primo y se nos veía el miedo en los ojos. Los dos pensábamos lo mismo. No iban a venir más a buscarnos. Don Segundo nos trajo unas sillas para que nos sentáramos y un poco de salame cortado con rodajas de pan que puso en un costado de las barajas. La cosa mejoró un poco, pero no mucho. Los hombres jugaron dos o tres partidos de truco, ahora entendíamos un poco más el juego. A mí me estaban dando ganas de llorar, no sabía si por el humo de los cigarrillos o por el miedo. Una vez miré para afuera por la puerta que todavía estaba abierta y se veía todo negro, y por las ventanas también. Ya no quería estar más ahí. Y en eso escuchamos el ruido de las ruedas del carro y el caballo que llegaba, y la voz de mi prima que gritaba: chicos, llegamos. Salimos corriendo sin saludar y nos subimos al carro, le dimos un beso a mi prima y a Alfredo, nos tiramos atrás y nos tapamos con una lona. Mi prima saludó y dijo: Adiós Don Segundo, y gracias. Y el carro empezó a moverse hacia la casa de Alfredo, el suave traqueteo hizo que nos durmiéramos enseguida. Al otro día nos levantamos temprano, tomamos otro tazón de café con leche gigante y nos fuimos a esperar el micro a la ruta.

 

parábola

 

El padre murió cuando su hijo cumplió tres años. Las circunstancias de su muerte fueron inexplicables: una noche igual a otras sintió un dolor intensísimo en la sien, como un estallido, y cayó fulminado sobre su escritorio. Lo encontraron inerte sobre unas hojas en las que estaba escribiendo y se habían manchado con su sangre. Tenía un pequeño orificio en la sien derecha pero no había ningún arma a mano ni rastros de que hubiera entrado nadie que pudiera haberlo matado.

El hijo creció y se hizo hombre. Siempre sintió la falta del padre, oscuramente le reprochaba haberlo dejado solo tan pronto. Apenas tenía de él unas pocas cosas que le habían quedado como herencia: algunos objetos, muchos papeles.

La noche en que cumplía treinta y tres años se sentía hondamente triste y desolado. Se puso a revisar las cajas en las que guardaba los recuerdos de su padre.

Encontró la pistola que siempre le había llamado la atención. Era un modelo bastante curioso, de una sola bala. Volvió a admirar su forma elegante y fatal. La sopesó en sus manos, la consideró. Por fin la apoyó en su sien, cerró los ojos apretando los dientes y gatilló. Sintió una detonación, pero le pareció que resonaba en su cerebro, sin embargo no sucedió nada. Abrió los ojos. El único indicio de disparo era el olor a pólvora en el aire. Revisó la recámara. La bala faltaba.

Pasaron unos meses, por fin se decidió y envió a una editorial, firmados con su nombre, los cuentos que su padre había dejado. Tiempo después se publicaron y tuvieron mucho éxito.

La pistola vacía cuelga ahora en una pared al lado del retrato del padre.

 

 

noticias del allá

 

Sabido es que desde el momento de su llegada le fue encomendada al escritor ciego la ínclita tarea de imaginar un universo. Se puso a ello con indisimulado gozo, considerando lógico el encargo. Desde el mismo instante en que comenzó a imaginarlo ese universo inició su existencia, expandiendo de ese modo la obra del escritor a una escala infinita.

La sospecha de que le haya sido concedido interpolar alguna de las realidades imaginadas en el mundo del cual provenía, no haría sino aumentar el prestigio del que gozan los intersticios en aquel mundo, llegándose a decir incluso que en ellos quizá aceche Dios.

 

 

fluir

 

Quería ser río. Cambiar el estado de su materia. Desintegrarse y fundirse en el agua y fluir con la corriente, recibir la calidez del sol, el alimento de la lluvia, deslizarse besando todas las orillas. Su singular sistema de pensamiento lo había llevado a concluir que, si permanecía el suficiente tiempo sumergido, lo podría conseguir.

Caminó hasta el lecho y se tendió, un poco de costado, entre las piedras. Trató de que su cuerpo dibujara una forma sinuosa para favorecer la asimilación. Cuidó que su boca permaneciera fuera del agua, no era la muerte lo que buscaba sino una transmutación. Había observado que ciertos cuerpos dejados en el agua se deshacían y perdían la unidad, se dejaban llevar por ella. También sabía que cuando estaba mucho tiempo en el agua los tejidos se ablandaban, la piel se ondulaba siguiendo parámetros de ondas; esa analogía formal le indicaba algo. De modo que ahí estaba, acostado en las piedras, semicubierto por el río que lo recorría extrañado de ese nuevo obstáculo.

Dejó de pensar y se dedicó a sentir el aire diáfano, a oír el rumor del agua y los pájaros, a contemplar el azul y el verde que lo rodeaban. Pasaron varias horas, llegó la noche y empezó a tener frío, pero se sentía ya menos sólido, entendía que la temperatura era también parte de su transformación y decidió ignorarla.

La noche transcurrió apacible y demorada, nunca entendió tan de primera mano la belleza del cielo nocturno. Durmió de a ratos, sentía la mordedura minúscula en los dedos de los pies y las manos de pececitos diminutos, de vez en cuando lo rozaba una trucha distraida. Se movió un poco y notó que no estaba entumecido, pero sí un poco helado.

Llegaron las primeras luces del alba, el cielo se puso rosado y lila y los colores le entibiaron el pecho. Entonces sintió un temblor en la tierra, una vibración poderosa; también oyó un rumor grave que era como el profundo rugido de un dios malhumorado y aumentaba segundo a segundo.

De pronto llegó la creciente y se lo llevó.

 

 

autoreferencia: una historia menor

 

http://tancarloscomoyo.blogia.com/2007/112701-una-historia-menor.php

 

La mujer de arena y otras cosas que no se pueden guardar en frascos en revista Replicante de mayo

 

http://revistareplicante.com/la-mujer-de-arena/

 


esencia en El sueño del Minotauro

 

Stefano Valente tuvo la amabilidad de traducir al italiano el microrrelato esencia, y en ese idioma cobró nuevo e inesperado sentido para mí. Gracias Stéfano.

http://sognodelminotauro.blogspot.com.ar/2013/04/essenza-carlos-ardohain.html

 

 

 

dos cuentos en otro cielo

 

https://sites.google.com/site/revistaotrocielo/home/autores/ardohain-carlos

 

esencia

 

Escribí una novela, la empecé a corregir y fui suprimiendo párrafos, podando lo superfluo, quitando palabras y palabras. Quedó transformada en un cuento. En mi afán de buscar lo esencial seguí con la corrección y el cuento quedó resumido a su núcleo, pero ya era un poema. Aún así continué quitando, como el pincel del arqueólogo que descubre el hueso. Solamente quedó, plantada firme en la tierra, abriendo sus brazos al cielo, la letra Y.

 

El pintor ciego en la revista Replicante de México

 

http://revistareplicante.com/el-pintor-ciego/

 

 

ni más ni menos

 

El hombre más triste del mundo no era el hombre más triste, en verdad, sino que estaba más triste que nadie. Pero eso era ese día, en ese momento que se sabía tan triste. Era muy posible que al otro día, por la mañana o por la tarde la tristeza disminuyera un  poco y ya no sería el hombre más triste del mundo. Pero ahora mismo miraba hacia abajo, a la profundidad de un pozo oscuro de miseria y soledad.

Lo que lo ponía más triste era que se le ocurrían las mismas cosas triviales y recurrentes que todo el mundo pensaba en ocasiones así: matarse, por supuesto, y elegir el método basándose en premisas tales como no sufrir, o ser espectacular y morboso, o hacerlo rápido y limpio, o incluso conseguir que parezca un accidente.

Era triste. Quería ser original, diferente. Se le ocurrió de pronto que podía dejar de pensar, o intentarlo. Ahora bien, pensar en dejar de pensar era ya seguir pensando.

No dejar de pensar en la tristeza, sino dejar de pensar en dejar de pensar, por ejemplo. Y hacerlo. Volvió a mirar hacia abajo y pensó en dejarse caer en el pozo, pero enseguida se arrepintió: había vuelto a pensar. Entonces sucedió algo: una inversión de las leyes, o al menos de la ley de gravedad, el pozo subió hacia él, lo empezó a recorrer hacia arriba rodeándolo con sus oscuras y húmedas paredes, pero él no sentía vértigo. Tuvo entonces una ocurrencia que no fue un pensamiento sino una imagen. Se vio como parte de una situación erótica, el pozo era un conducto y estaba haciéndose penetrar por él, llevaba la iniciativa dada su indecisión, y él estaba siendo cogido por su propia desesperanza. Esto le pareció gracioso, o por lo menos diferente y entonces se le dibujó una pequeña sonrisa en la boca, el conducto se puso menos oscuro y a partir de ese momento ya no era el hombre más triste del mundo sino apenas un hombre muy triste o algo triste o simplemente triste, ni más ni menos.

 

fin

 

Hundido en la desazón, estuvo un rato sopesando las alternativas: pincel o lápiz, lápiz o pincel. Al fin eligió el lápiz, el de mina más dura, y se abocó a sacarle punta hasta que obtuvo de él un cono perfecto con un vértice negro afiladísimo. Procedió a despojarse de todas sus ropas, pensaba que ese ritual exigía que el cuerpo estuviera desnudo. Fue palpando el flanco izquierdo de su tórax hasta encontrar el espacio intercostal debajo de la tetilla. Apoyó apenas la punta del lápiz, con la delicadeza necesaria para comenzar una línea de puntos al infinito o como quien escribirá la frase definitiva que responda todas las preguntas. Entonces empuñó el lápiz con firmeza y sosteniéndolo perpendicular lo introdujo en su cuerpo empujando con todas sus fuerzas hasta que sintió el indefinible dolor del corazón perforado. Todo ocurrió en un instante, la mano soltó el lápiz, su cuerpo cayó como si se descolgara de un teatro de marionetas, su boca exhaló el último aire que no volvería a necesitar y, en un efecto reflejo del organismo que se abandona, se le dilató inmediatamente el esfínter anal.

Lo que sucedió entonces podría considerarse una broma macabra de algún dios muy menor y bastante desquiciado: del orificio abierto, como una boca en expresión de asombro, comenzó a brotar una chorrera de monedas de oro que, al detenerse, alcanzó casi la misma dimensión del cuerpo que yacía inerte, el cuerpo que se había puesto a sí mismo su punto final.

 

 

divagar, devenir

 

Si tuviéramos la conciencia permanente de nuestra efímera precariedad y fuéramos tan frágiles, tan transparentes, tan livianos. Si pudiéramos condensar en nuestro pensamiento la primera mañana que vimos el mundo, la última vez que quisimos morirnos, la esquiva belleza que percibimos hace un rato mirando de reojo algo que no teníamos que mirar. Si entendiéramos que el azar proporciona atajos convenientes a la maravilla, que no controlar es tener confianza suprema en la naturaleza. Si disfrutáramos de manera adánica de la inefable interferencia entre el reflujo de la marea y el crecimiento de la necesidad del agua de cubrirlo todo. Si escucháramos la melodía que suena en el silencio, antes de la palabra y de la música, antes de los lugares comunes que escribimos tratando de expresar esto desde siempre. Si asaltáramos el cielo y comprobáramos que está vacío, si cayéramos en el error y resultara que nos enriquece, si afrontáramos la esquiva sensación de mirarnos en el espejo de nuestra propia e inmisericorde incertidumbre y descubriéramos que lo que vemos ya lo hemos visto antes. Si ejerciéramos por un tiempo limitado el poder de abandonarnos a la paradoja, burlando el razon-onamiento, pasando por el costado del silogismo de carpeta de secundario. Si no nos quedáramos atados a una serie de repeticiones verbales para darle ritmo a otra serie de expansiones verborreicas verbogenéricas casi (pero no) automáticas. Si fuéramos audaces y primigenios, feroces y proteicos, fluidos y ubicuos como llamas que arden sin necesitar oxígeno, como rayos que anclan la tormenta a la tierra que quiere fecundar. Si a pesar de saber que todos son yo y yo soy todos tuviera el valor de abandonar el plural cuando lo que quiero es hablar de mí y de la disposición de dejarme atravesar por las historias que pasan a través de mi cada vez más borrosa identidad, que va perdiendo nitidez a medida que se funde en la empatía con los personajes a los que procuro ser fiel, a los que intento captar en sus motivaciones más profundas. Mientras tanto el tiempo fluye entre los hombres y mujeres, entre las cosas y los animales, entre mi conciencia y la necesidad de contar, incluso dejando la incertidumbre de la verosimilitud como otra de las curvas del espìral que se va dibujando entre el pasado y el presente, entre la fugacidad y lo que pretende dejar registrado lo que siempre huye, lo que siempre está en movimiento. Sentir el suave devenir del tiempo en la conciencia, como el aliento que entra y sale de los pulmones, o no sentir, sino saber que eso está sucediendo aunque no lo estemos sintiendo en todo momento, forma parte de la verosimilitud de la existencia, de la mía y de la de la persona que esté leyendo esto en este momento, y eso, por ahora (que es siempre), a mí me basta y sobra. Entonces dejo la duda de lado y sigo.

 

el pintor ciego

 

Nelson Rafecas es un artista uruguayo al que llaman el pintor ciego. En verdad había sido pintor, pero después del accidente automovilístico que ocasionó su ceguera, había dejado de pintar. Desde entonces se dedicó a dibujar —con muchísimo éxito— pero la gente y los medios lo seguían llamando el pintor ciego. Él se reía de eso, como de casi todo. Ella lo conoció por una nota que le encargó una revista y desde entonces se hicieron amigos. La primera vez que viajó a verlo a su casa, un departamento pequeño en la calle Maciel, en plena ciudad vieja, la sedujo con su conversación y su forma de ver la vida. No de ver, en realidad, sino de entenderla, de relacionarse con ella. Rafecas le contó lo que sentía dibujando. Consideraba que la pérdida de uno de los sentidos podía constituirse en una ventaja, en su caso había sido así. Amaba el olor del papel, la rugosa textura de su superficie; decía que podía oir el sonido del grafito deslizándose y sentir la imperceptible resistencia que oponía la granulosidad a la mina finísima que usaba para dibujar. Podía sentir, en el lápiz que hacía contacto con el papel, la diferencia entre una parte dibujada y otra en la que el papel estaba en blanco, y así nunca dibujaba sobre lo ya dibujado. Las imágenes que producía eran inclasificables, paisajes de otro mundo, filigranas barrocas que tanto podían ser un bosque de flora demencial o una foto de tejido animal tomada con microscopio electrónico. Y balanceando esa proliferación de líneas y sombras, zonas en blanco iluminadas únicamente por algún detalle, un pequeño dibujo que, como un pequeño ser, era el único testigo y habitante de ese microcosmos. Un prodigio de belleza y de misterio. Cuando la periodista le comentó sus impresiones después de ver varios dibujos, todos hechos a lápiz en grandes hojas de formato rectangular, Rafecas estalló en una carcajada carrasposa. Después le dijo: —No te lo tomes tan a pecho. La gente decía que estaba loco cuando dije que, ya que me había quedado ciego, me iba a dedicar al dibujo, pero viste que la gente dice cualquier cosa. Yo descubrí una nueva dimensión en mi arte, algo que ni siquiera había intuido de mí. Me di cuenta de que antes solamente había arañado la piel del monstruo, pero ahora estoy metido adentro de la cosa hasta los huevos. Qué me importa que no lo entiendan, fijate que me llaman el pintor ciego, y resulta que los ciegos son ellos.

Bajó con él a tomar una cerveza en un bar y volvió a Buenos Aires a escribir su nota.

Ültimamente Rafecas, además de sus trabajos en papel, está dibujando en la calle. Se hace llevar por algún amigo a cualquier lugar de la ciudad en el que haya una pared blanca lo suficientemente grande y visible para dibujar. Primero mide la pared abriendo los brazos, como queriendo abarcarla. Después pasa sus manos por la superficie, acariciándola, para conocer la textura, las irregularidades y detalles, y por fin empieza a dibujar siguiendo una dirección. Lo hace desde el ángulo superior izquierdo y a medida que dibuja va avanzando en diagonal hacia abajo y hacia la derecha. Dibuja con lápices de carbón y después de concluido, si alguien pinta un graffitti encima o le dan una mano de pintura a la pared, lo tiene sin cuidado. Dice que son regalos para  la ciudad y ella puede hacer lo que quiera con sus dibujos. Una vez había terminado uno de ellos y cuando se iba, un vecino, mirando el cielo nublado, amenazante, le dijo: —Maestro, la lluvia se lo puede borrar.

Él le contestó sin dejar de caminar: —¿Y a mí qué carajo me importa? Ya lo hice.

Y se fue a un bar para tomar su cerveza.

 

Uróboros

 

Tengo poco tiempo, voy a intentar contar esto mientras pueda dominar esta mano que ya no me pertenece, mientras pueda mover parte de este cuerpo en el que estoy prisionero. Esto es un pedido de auxilio, aunque intuyo que nadie me creerá ni podría de verdad ayudarme. Pero contaré lo que me pasa de todos modos. Ayer por la mañana me levanté y fui al baño; había dormido muy mal toda la noche, con dolores abdominales y un malestar que sentía como una gran inflamación intestinal. Antes de bañarme me senté en el inodoro para intentar aliviarme. Enseguida que me senté empecé a soltar lastre, sentía salir de mí todo lo que me había incomodado en la noche, tengo que decir que con un olor inmundo. Pero algo muy extraño empezó a pasar. Aunque tengo que apurarme intentaré ser cuidadoso para explicar esto, de modo que lo voy a hacer despacio. Empecé a sentir que de mí salía algo, no la mierda de siempre: algo vivo. Al principio pensé que era una fantasía de las que a veces se me presentan, imaginar cosas como si fueran reales, pero no. Sentí algo como una forma viva que me tocaba por detrás, inmediatamente arriba del ano; en el frío del baño a esa hora de la mañana una corriente helada me subió por la espalda, un escalofrío de terror. Ese algo que estaba saliendo de mí (ahora lo sentía claramente) se afirmaba en mi piel y empezaba a reptar. Al mismo tiempo noté que eso, fuera lo que fuera, crecía y se engrosaba, me empezó a doler mucho, Todo parecía suceder rápido pero para mí sucedía en un tiempo ralentado, el miedo me paralizaba y no me atrevía ni a darme vuelta a intentar ver lo que pasaba. Tuve un momento de incredulidad, de negación, pensé: esto no puede ser cierto, no puede estar pasando. Pero dejé de pensar en eso cuando sentí como una mano viscosa que se apoyaba en mi espalda a la altura de  los riñones. Como dije antes, todo fue muy rápido, eso lo hacía más irreal todavía. Ya era evidente que había una cosa zoomorfa que iba creciendo y subiendo detrás de mí, la sentía en la espalda, tenía que hacer algo. Intenté pararme y cuando me levanté del inodoro el peso que tenía detrás me tumbó en el piso del baño. Ahora podía defenderme menos, y ya era muy grande la criatura que salía de mí. No me gusta llamarlo criatura, pero no sé cómo nombrarlo. Era una cosa blanda pero poderosa que, basándome en la información táctil que me transmitía mi piel, se iba ensanchando hacia arriba y ya casi me llegaba a la nuca. Se me secó la boca, quise gritar o algo, pero no pude, apenas me animaba a respirar. Miré hacia el costado y vi reflejada en los cerámicos blancos de la pared una forma oscura en movimiento ascendente. Hice fuerza para no desmayarme, quería resistir, dar pelea. Intenté pararme pero enseguida comprendí que era imposible. Entonces ví de nuevo en el reflejo de los cerámicos una forma enorme y triangular que se erguía sobre mi cabeza. Una sombra me cubrió, miré hacia arriba y vi unas fauces negrísimas que se abrían y empezaban a introducir mi cabeza en ellas. Creo que me desmayé porque a partir de ahí tengo un bache en el recuerdo. De pronto recobré la conciencia y me costaba respirar, estaba en total oscuridad y un aroma fétido me rodeaba, estaba apretado y me iba deslizando hacia arriba en un organismo que latía como un gigantesco gusano. Fui engullido totalmente por aquella cosa que a partir de entonces empezó a transformarse, a disminuir su espesor adaptándose a las formas de mi cuerpo, por fin pude pararme y me miré en el espejo del botiquín. Lo que vi me aterró, pero de alguna manera mantuve la calma; cuando algo es inevitable y no tiene remedio, el horror no se manifiesta como defensa sino como resignación.

Vi una piel oscura y viscosa que me cubría los rasgos en forma imprecisa, pero algo iba cambiando y se iba aclarando con mucha rapidez, la criatura iba buscando mis rasgos para hacerlos suyos y lo mismo pasaba con la consistencia y el color de la carne, se estaba produciendo una mutación instantánea e incomprensible. Y todo concluyó en unos minutos. Ahí estaba yo y ya no era yo. Era un ser desconocido. Un ente, salido de mí, me había cooptado. Empecé a actuar en forma inédita, como dirigido por otra voluntad, impedido de decir lo que me pasaba. Esto lo escribo en un momento perdido, noté una especie de adormecimiento en la piel que me recubre, como un sopor, y pensé que tal vez mi verdadera voluntad (casi escribo: mi antigua voluntad) podía tomar el control por unos minutos. Y me largué a escribir. Siento que el tiempo se acaba. Si alguien llega a leer esto, no pido que me crea ni que intente nada para sacarme de aquí, sé que no podrá ser. Pero pido ayuda, piedad, pido al que lea esto que sea conmovido por la caridad y me mate de una buena y bendita vez.

 

un microrrelato en el blog de juan yanes

 

http://jyanes.blogspot.com/2011/12/santo-oficio-carlos-ardohain.html

corazonada

 

En el momento de mayor entrega no resisti más y devoré su boca, la desgarré de su rostro con furor: labios, saliva, dientes, lengua. Tragué con voluptuosidad sintiendo dentro de mí sus suspiros y jadeos, mientras bajada lentamente por mi cuerpo.

Yo palpitaba su amor, sus besos, la sentí abrirse y entonces experimenté el último y más gozoso dolor de mi vida: la boca amada, en un clímax de pasión, me arrancó el corazón de una dentellada y se lo devoró a su vez.

 

 

 

relatito

 

Desperté a la madrugada y de inmediato se me presentó una duda enorme, tan grande que ocupaba todo el cuarto. Comprendí que no podría volver a conciliar el sueño y le arrojé la mayor de mis certezas, pero sólo conseguí dividirla en un montón de pequeñas dudas. El asunto empeoró. Entonces las encerré entre paréntesis y las metí en el placard. Al principio me pareció oír murmullos de protesta, pero enseguida me relajé y volví a dormir, más profundo que antes.

 

la foto apropiada

la foto apropiada

 

El procedimiento es el inverso, pero no por eso menos verdadero.

Primero es descubrir la imagen de manera casual, olvidarla pero no del todo. Ser objeto de su recurrencia en la memoria y buscarla de nuevo. Entender que hay algo en ella que permanece, que conecta conmigo.

El espacio elidido, la silla vacía, la lamparita encendida, la ausencia sugerida, la luz entrando por la ventana y jerarquizando esa pared que corta en dos la visión. La paleta de colores que habla en voz baja.

Entonces, pintar una imagen que entre en esa otra, que se integre, que incorpore mi historia a esa historia no contada. A esa foto tomada tal vez en Minnesota o donde sea, pero que yo sentía que podía ser del departamento vecino al mío.

Y entonces la continuidad de la luz que entraba por esa ventana me llevó hacia fuera, a esa atmósfera exterior que derramaba su luminosidad lechosa en ese interior vacío y mirando hacia allá vi los silos, los vi y decidí pintarlos. Una pintura pequeña, no muy compleja. Llevó tres semanas. El recorte de un paisaje triste.

Entonces, recién entonces, entré en silencio a la habitación y colgué mi pintura en esa pared, le di la inclinación requerida, dejé que una pequeña sombra se formara en su borde izquierdo. Y me fui del cuadro, de la foto y del departamento en el que Alec Soth dejara la luz prendida y la silla esperando.

 

¿éter o etéreo?

 

Respirar bajo el aire caldoso del verano estofa cualquier voluntad, acuclilla el deseo y a veces nos reduce a una cuarta parte de lo que somos. Por deshidratación y abotagamiento, por desidia y distracción, por la suma de todas las inacciones. Como si fuera posible escanciar el mañana en un bostezo pleno y desandador. Como si de dibujar pintar un pájaro se tratara, que es la cosa más fácil difícil que existe, otra cuestión es hacerlo cantar, convencerlo de ello, una vez pintado dibujado. El pájaro se enamora del color, se enamora del silencio, y no le falta razón. Pero tampoco es necesario que cante, le basta ser un pájaro con todas las plumas, con su elegante levedad, su frágil carnadura. Los ignífugos pájaros del verano dejan que arda su sombra en lugar de ellos, que posan distraídos dejándose atrapar por la retina del pintor dibujante, dejándose acariciar por las finísimas matas de pelo de marta que le construye las alas, el pecho y la cola en suaves trazos. Con eso le basta para ser un pájaro cabal, como le basta al pintor dibujante dejar hacer a su mano, dejar andar a su aire los movimientos casi automáticos mientras entrega sus ojos al goce. Una música sutil produce el roce con la tela el papel, apta solamente para oídos infraleves y aéreos, se diría que los pájaros sonreirían si pudieran  si supieran si quisieran. Se diría pero no se dice, para no romper el sortilegio, no vaya a ser cosa, no vaya a ser causa. Encantadora imperfección, hacemos tuya nuestra valentía de andar a ciegas. Unas manchas de color en el vacío, una vibración oscura como una palabra incompleta en el ángulo opuesto, equilibrio siempre inestable, siempre a punto de no ser. Ser fugaz, privilegiar el instante, el misterio en la punta del pico, apenas después del canto que no se produjo. Ir por ahí, por el aire, sumir de pronto en la luz azul de la tarde, apenas pueda vuélome de aquí. Díjome así el pájaro en la tela, en mi cabeza, en píos imposibles de soprano, altísimos más altos que su cielo. El pájaro y la intención, el cuerpo y el deseo juntos, como si hubiera sido resultado de una sola pincelada, un único gesto. El movimiento de la mano como una exhalación de aire cálido que desinfla el pecho. Y ya que estamos, esa mancha roja que tienes en el cuello no la hice yo. Vete, vuela cuanto quieras, después de todo la atmósfera es tu jaula, tanto como la mía. En el hueco que dejes en la tela dibujaré una flor. No hay mejor manera de atraer un colibrí.